Wednesday, January 21, 2004

Lo mejor de un miércoles más soso que la ensalada que me ponen todos los días como primer plato del menú es saber que no trabajo ni mañana ni pasado. Y como no pienso hacer nada, voy a regodearme desde ya con mis recuerdos. Cuando llegué a Sevilla, harta de la vida, me dediqué a limpiar la pensión en la que encontré alojamiento. Julia, la chica que hacía las labores, se quedó embarazada y dejó el trabajo. Su marido la trataba como a una auténtica convaleciente. Así que yo, que iba siempre con el Código Civil bajo el brazo por si caía la breva, me tuve que conformar con ocupar su lugar si no quería morirme de hambre. Había en total 13 habitaciones, pero sólo seis estaban ocupadas: dos chicos colombianos, que trabajaban en la construcción, un argentino, que no lograba encontrar nada y que estaba obsesionado con montar una escuela de tango o de magia, un joven de Vitoria, que había venido a estudiar Periodismo, un madrileño, que vendía móviles, y una servidora. Carlos, que así se llamaba el comercial de los madriles, era un pijo pero de los de verdad. Todavía no sé por qué me enamoré de él. Sí, me enamoré como una estúpida. Entonces tenía 24 o 25 años. Un día me regaló una flor. Al parecer, salió de marcha y se la compró a una china que le dio la lata toda la noche. Dice que se acordó de mí por lo bien que le hacía la cama. Será capullo el tío. Y yo, desde entonces, como una imbécil, siempre le dejaba una nota debajo de la almohada.

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