Bueno, elegí el día de ayer para suicidarme porque estaba sola, vacía y con un montón de problemas sin solución. Ya lo sé, no hace falta que me lo recuerden, no soy nada original. Todo el mundo que intenta quitarse la vida lo hace por eso. ¿Pero qué pasa? ¿No puedo suicidarme yo o qué? Pues no, joder. La gripe me jugó una mala pasada –y también un poco de miedo, que se coló en la caja de cápsulas–. A mí eso de las despedidas y los actos grandilocuentes no me gusta nada. Así que, en honor a mi discreción, decidí soltar un sutil adiós a la gente que nunca sabría que Lucía, es decir, yo, habría muerto: mi amigo Pablo, que conocí en un chat, y mi amigo Luis, que ya no sé ni de qué lo conozco.
No os lo he dicho, pero vivo en Sevilla desde hace cinco años. Llegué allí después de terminar la carrera en la Complutense. Fui una buena estudiante, pero nunca supe rentabilizar mis esfuerzos. Tenía un amigo, Jorge se llamaba el menda, que siempre me echaba en cara su espectacular trabajo en el bufete de su papá. Sí, de su papá, como él lo llamaba. Vamos, que lo de pasante con él como que no iba. Y me jodía mucho, lo siento, me jodía el tío este y el resto de tías pijas que tuve que soportar durante cinco años de facultad. Así que dejé mi Madrid natal, de atascos y prisas, y mi Puerta del Sol, donde me hicieron reír y llorar tantas citas a ciegas y tiré pa’el sur, como dicen aquí. Mi familia estaba totalmente destruida, era un círculo vicioso en el que ya nada tenía solución, y yo no tenía a nadie en quien confiar. Estaba sola, vacía, pero en ese momento no me dio por las pastillas. Tenía más miedo aún. Con una mochila de Bacardi que había ganado en una discoteca, me fui a Méndez Álvaro, cogí un Socibus y en seis horitas estaba ya dando un paseo por el Guadalquivir.
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